El periodista Jesús Ruiz Mantilla es un musicólogo experto en el comentario conciso de los músicos clásicos a más no poder, a quienes ha estudiado despierto y embelesado con sus florituras. Y si hay un compositor magistral que trabaja mientras describe (o viceversa) es precisamente Federico Chopin, que no describía con palabras sino con signos de esos que te dejan subir, ascender, deleitarte, vivir sublimemente y luego bajar para coger carrerilla y lanzarte hacia otros derroteros…. Que eso era el paisaje polaco de su niñez y juventud, donde se suelta del todo y no es que toque las teclas de su piano sino que las mira una a una y las acaricia con sus ojos: Romanticismo puro; si bien fue ese el camino perfecto para llegar al modernismo que nadie supo definir si no era mirándole a él cómo interpretaba. Menos mal que esas cualidades pueden apreciarse con sólo escuchar sus composiciones. Se deja transparentarse entre los dedos de Lang Lang, Kempf o María Joao Pires, entre los conocidos.
Parecería que estemos hablando de un genio como Beethoven y con muy inquieta personalidad. Pero Chopin es más el ejemplo de otro tipo de fortaleza que se apoya en su perseverancia. Su salud débil fue, según algunos autores, lo que le llevó a buscar recovecos para saber comunicar sentimientos sin aferrarse demasiado a las partituras. Por eso, para muchos es el prototipo del romántico que acaba siendo modernista. Y eso acabándose su vida tan sólo con 39 años, al que es preciso recurrir para entender algo de su sensibilidad trágica a las sombras alargadas de los compositores muertos jóvenes como inalcanzables: Mozart, Schubert… Lo que mejor respiramos acercándonos a su piano es su melancolía vital. Hay mucha pasión, soledad, desespero, fanatismo en el arte, ansias de alimentarse de maestría. Los padres, al descubrir la mina de hijo que llevaba en sus dedos Federico el polaco –como le llamaron en Mallorca, cuando sabían que era un genio, en aquellas temporadas que allí pasó con la escritora George Sand- y veían cómo su profesor “de cabecera” le había obligado a ensayar “El clave bien temperado”, para que corrieran los dedos, sí: para que sonaran los cartílagos bien sensibles. Siempre hay deudas con uno mismo (en lo físico, en lo mental), cuando quiso salir más de sí mismo por pura ambición. Pero no era ése su camino, dado su exceso de sensibilidad, así que el mayor o menor trauma que le marcó la muerte de su hermana Emilia, que murió de tuberculosis le dio un zarpazo que vivió con él veinte años más. Y así llegó a París, donde él y su piano se glorificaron.
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